13/12/12

Néstor García Canclini: el sociólogo en busca del artista; Fetta Jarque, 2012

Hay una sensación que nos anticipa un acontecimiento excepcional. La impresión de que algo está a punto de suceder. Puede que sea algo pequeño, un chispazo. O algo de proporciones estratosféricas. La inminencia se ha colado en el discurso del arte contemporáneo como palabra clave para acercarse a lo que identifica su cualidad diferenciadora. Sin ir más lejos, La inminencia de las poéticas fue el título elegido por el comisario de la actual 30ª Bienal de São Paulo. En su nuevo ensayo, La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia, el filósofo y sociólogo del arte Néstor García Canclini (La Plata, Argentina, 1939) se acerca a una serie de artistas latinoamericanos e indaga a través de sus obras la forma en la que el arte contemporáneo da respuestas a algunas de las grandes preguntas que las ciencias sociales no consiguen ya responder.
Pregunta. En su ensayo introduce ideas como la de la “inminencia”. ¿El sentido que le da en el contexto del arte contemporáneo está relacionado con ese descubrimiento personal e íntimo que tenemos, por ejemplo, ante una metáfora que nos abre a la percepción o comprensión de algo? ¿Con cierto sentido de lo que llamamos “poético”?
Respuesta. Tomé la noción de inminencia de Borges, en ese texto donde habla del hecho estético como la inminencia de una revelación. Y me puse a explorar antecedentes, yo había hecho mi tesis sobre Merleau-Ponty, y me acuerdo de algunas nociones próximas y de la misma noción de inminencia del mundo, de la que habla Merleau al analizar el arte de su época. También revisé la noción de aura de Walter Benjamin y encontré muchos artistas y críticos contemporáneos que usaban ese término. Me pareció que había un linaje que estaba diciendo algo sobre el arte como modo de pensar las imágenes, pero las imágenes que no son definitivas. Hablan de lo no resuelto, del conflicto abierto, que quizá sea una de las pocas diferencias que le queda al arte en relación con los medios masivos, con otro tipo de imágenes publicitarias o que están sometidas a una legalidad y obsolescencia del mercado.
P. ¿Sigue teniendo el artista el papel de propiciador de esta “inminencia de una revelación”, de mensajero, del genio concebido en el romanticismo?
Detalle de Black Cloud (2007), del artista mexicano Carlos Amorales
R. No faltan artistas que lo interpretan en esa dirección y les encanta tener ese papel de anticipadores. En rigor, no es así. Me parece que lo que uno observa en el arte contemporáneo son capacidades peculiares en los que se llaman artistas para actuar en intersecciones donde las imágenes cruzan sus sentidos de muchas maneras. Me parece que la idea de genio ya no se la cree casi nadie. Pero lo que sí permanece de la modernidad es el énfasis en la originalidad. No hay nada peor que le puedas decir a un artista que el que eso ya lo has visto antes. Y, en rigor, todos saben que actúan en un mundo de imágenes muy interconectadas, más aún desde Internet. Y que es difícil inaugurar algo enteramente. Actuamos en el cruce y buscando generar una intersección sorprendente, el asombro lo buscamos no en la originalidad de los objetos o en el trazado de una imagen sino en la composición de elementos o en la desposesión, al aislar un elemento que antes estaba en otro contexto.
P. Después del posmodernismo, ¿hay una nueva revisión del modernismo? Me refiero a las ideas de Andreas Huyssen de volver un paso más atrás para comprender lo que nos dejamos en el camino sin conocerlo a fondo. En su libro, usted dice: ni posmoderno, ni pospolítico, ni posautónomo.
R. En realidad eso lo trabajé más en otro libro, que es Culturas híbridas, en el momento caliente de la relación modernidad-posmodernidad. Quería oponerme al carácter disyuntivo que hacía del posmodernismo, de hecho, una nueva vanguardia a pesar de que criticaba la noción de vanguardia. Hoy estamos viviendo una crisis de la modernidad. En Europa, en América Latina, en Estados Unidos y en los países protagonistas de la modernidad. Una crisis de la modernidad económica, al subordinarse lo social a lo económico y lo económico a lo financiero, y redefinir lo que se entendía por lucro, por intercambio, por acumulación, así como el sentido social de las prácticas. Me parece que es necesario recuperar esa amplitud de las cuestiones para no caer en la ingenuidad de que todo se trata de equilibrios financieros. Y en lo cultural también, se agotó claramente el proyecto más naif de la modernidad, que era un proyecto teleológico que creía ir a una culminación de todas las culturas en una sola historia, que se iba a parecer obviamente a la occidental. Hoy es demasiado evidente que hay una pluralidad de historias que no se pueden subsumir una en otra, pero se ha acrecentado la necesidad de ver cómo conviven las culturas en una interdependencia global tan acentuada. Y lo que sucede en The Factory, en Beijing, tiene una resonancia en lo que sucede en el SoHo de Nueva York y a su vez en la escena artística de São Paulo. Me parece que el arte es un lugar bueno para pensar, que estimula a reconsiderar justamente los lugares comunes porque su intento insistente es salirse de esos lugares. Todo se hace dentro de un encuadre que yo sigo viendo básicamente moderno. Diría más, así como pasamos hace unos años de la hegemonía del posmodernismo a la hegemonía del pensamiento sobre la globalización, todo eso que ha sedimentado nos lleva hoy a una discusión sobre la crisis del capitalismo y las relaciones entre capitalismo y cultura.
Rallador, obra del argentino León Ferrari
P. En el campo cultural y específicamente en el del arte contemporáneo es evidente esa descentralización, esa deslocalización y, algo que se dice también en el libro, es que ningún artista se siente solo de su país de origen. El encuadre dentro de cierto nacionalismo es algo ajeno a la actitud del artista de hoy.
R. Hace tiempo que terminó la época de los pasaportes artísticos, aunque todavía a veces a los artistas latinoamericanos se les pide que representen su supuesta identidad. Pero los artistas más destacados de Latinoamérica, Gabriel Orozco o Guillermo Kuitca, podrían estar haciendo su obra en otros países. De hecho, Orozco tiene estudio en Nueva York, en París y en México, y sobre todo en los últimos años el pensamiento japonés está más vivo en su visualidad que el occidental. Es un ir y venir entre culturas tomadas muy libremente, pero no solo porque los artistas viajan mucho más y los comisarios también, sino porque los recibimos en nuestra casa en nuestro ordenador.
P. Quizá lo más importante de este libro es el papel que le da a los propios artistas, por encima de teorías demasiado complejas. El interés de ver con mayor atención las obras. El artista, que es a veces el más olvidado al hablar de todo el eje y el sistema del arte.
R. Para mí esto fue una novedad en este libro porque hasta ahora había trabajado mucho en sociología del arte, haciendo estudios de públicos, de mediadores, de la crítica, y me di cuenta de que —de acuerdo con mi vocación antropológica— tenía que escuchar a los artistas. Ir a sus talleres, a sus lugares de exposición —de las galerías a las bienales— y ver qué sucedía en cada lugar. Escuchar al artista en distintas situaciones porque actúan de maneras diferentes, y lo que el artista dice, básicamente lo dice a través de la obra. Lo demás puede modificar el sentido de la obra o influir en las maneras de su recepción, pero las obras, aunque sean efímeras como una performance, son documentos culturales que deben ser tomados en cuenta a partir de la enunciación. No hay conceptualización de ningún curador que pueda anular la elocuencia enunciadora de una pintura o de una instalación o una performance. Entonces la primera actividad necesaria, y no solo para el antropólogo, es escuchar al artista y permitir que su obra, más que él mismo, diga lo que pretende enunciar.
P. Todos los artistas que ha elegido para este libro trabajan dentro de lo que se considera arte conceptual. ¿Considera que la obra sin el desarrollo privilegiado de un concepto que la sostenga es menos interesante?
Sin título (1992) instalación de camas con cartografías imaginarias, de Guillermo Kuitca
R. Me cuesta pensar en obras que no tengan un concepto detrás. Pueden ser conceptos no explícitos, que no traten de imponerse a las imágenes, en el sentido en que Lévi-Strauss decía que la ciencia no es tan distinta de la magia, lo que pasa es que la magia tiene un conocimiento sumergido en imágenes. Todo arte ha sido conceptual, lo que ha ocurrido a mediados del siglo XX es que hay un predominio de la elocución semiótica sobre la exhibición y el juego con la imagen. No en todos, y además los artistas que elegí recogen esa tradición conceptualizante de maneras diferentes, mucho más poética en Carlos Amorales o en Gabriel Orozco, más conceptual en Antoni Muntadas y Santiago Sierra. Más individual en artistas como Orozco y Amorales, más colectiva como reconocimiento de la fuente creativa, a veces como trabajo efectivo en grupo, en el caso de León Ferrari y de Teresa Margolles, o el propio Muntadas. Son modos distintos de inserción social y de reconocimiento del grado en el que la articulación de concepto e imagen en la obra procede de un cierto contexto.
P. ¿La crítica de arte tiene un papel distinto ahora con respecto a esa necesidad de ordenación, de clasificación, categorización?
R. Aunque sigue existiendo la crítica como glosa literaria de lo que la obra estaría diciendo, cada vez más los críticos se forman en varias profesiones a la vez. Saben de museografía, de filosofía, de antropología, pueden ser curadores porque entienden mucho más que la obra aislada. Ser crítico hoy es estar en la intersección de varias disciplinas. Como, en realidad, se tiene que ser en cualquier otra disciplina. No se puede ser antropólogo solo en la forma en que clásicamente lo dijeron Boas o Lévi-Strauss.

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