De la representación al
pensamiento. El ensayista francés, uno de los especialistas más
reconocidos en teoría de la imagen, afirma que no se puede separar la
dimensión emocional de la intelectual, que en la historia no hay
relaciones de causa-consecuencia y que la belleza no existe en sí misma
sino que se manifiesta en la singularidad de cada acontecimiento
Saca cuidadosamente la lapicera fuente negra de su
estuche de cuero marrón -gastado en su justa medida- para hacer un
dibujo que ilustre la idea central de esta entrevista. Sobre una hoja en
blanco despliega dos imágenes contrastantes que expresan su manera de
ver el mundo. Una flecha vertical que cae en exactos noventa grados
sobre un pequeño y preciso bloque pintado de negro. A la derecha de la
hoja, un núcleo de trazos negros anudados, azarosos, aparentemente
incomprensibles. Y es allí, en esa diferencia -y en su preferencia por
el segundo dibujo-, donde se condensa el núcleo de esta entrevista.
Georges Didi-Huberman visitó Buenos Aires, invitado por la Universidad
Nacional de Tres de Febrero. El francés, profesor en la École des Hautes
Études en Sciences Sociales de París, es uno de los especialistas más
reconocidos en cuestiones relativas a la imagen. Imágenes que, como su
dibujo, no son meras representaciones sino pensamientos en sí mismos.
Autor de textos clave como Ante la imagen. Pregunta formulada a los fines de una historia del arte (1990), Lo que vemos, lo que nos mira (1992), Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes (2000), La imagen superviviente: Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (2002), Supervivencia de las luciérnagas (2009) y Pueblos expuestos, pueblos figurantes
(2012) -el último de sus textos traducido al castellano-, Didi-Huberman
se ha ocupado de desplegar interpretaciones centrales tanto para la
filosofía del arte como para la de la historia. En un arco teórico que
se sostiene en los trabajos de Aby Warburg, Walter Benjamin y Georges
Bataille, es también un intelectual al estilo francés: atento a la
esfera pública y sensible a estrategias alternativas para poner en
funcionamiento la reflexión teórica más allá de la academia. Así,
también se ha ocupado de curar muestras como ATLAS. Cómo llevar el mundo a cuestas, presentada en el Museo Reina Sofía de Madrid en 2010.
-Su primera visita a Buenos Aires se debe a su participación en el seminario Pensar con imágenes. ¿En qué medida esa frase describe su aproximación al arte?
-Me
gusta mucho ese título. De hecho, la primera frase de mi primer libro
fue "La pintura piensa". Solemos creer que las imágenes son algo más
bien emocional, sensible, alejado del pensamiento racional, pero el
pensamiento está fuertemente asociado a ellas. Para analizarlas es
necesario ponerlas en relación entre sí. Algo similar sucede con las
palabras. Si yo digo la palabra suelta ?pueblo', no puedo saber qué se
piensa del pueblo. Con las imágenes pasa lo mismo. Por eso me interesa
poner en conexión las imágenes entre sí a través de un recurso constante
a la idea de montaje. Lo importante es poner en relación las imágenes
porque ellas no hablan en forma aislada.
-Pero la dimensión emocional de las imágenes forma parte de su reflexión.
-Rechazo
separar la dimensión emocional y la intelectual. Creo que también las
imágenes y las palabras entran en relación. Todo va junto. En este
momento le estoy hablando a usted pero también la miro a los ojos. Y no
lograría comprenderla sólo por lo que me dice. Si la comprendo es
también porque la miro. Para mí no hay una separación entre lo sensible y
lo intelectual. Dicho esto, la cuestión de la emoción es central. En
ese sentido, los románticos alemanes son los precursores del surrealismo
pero también del estructuralismo. El romanticismo alemán siempre tuvo
interés en la estructura. Levi-Strauss también era un romántico. Y en
este caso queda claro nuevamente que no hay emociones puras. Lo que hay
es una emoción del pensamiento. Tampoco hay pensamientos aislados,
separados de la emoción; de lo contrario, el pensamiento no podría
captar su objeto. Por eso las imágenes son tan difíciles de analizar. Yo
solía ver a mi padre, que era pintor, trabajar en su taller todos los
días y una de las cosas que más recuerdo es el modo en que se aproximaba
y se alejaba del lienzo una y otra vez, involucrando el cuerpo en su
trabajo pero necesitando también de cierta distancia. En la actividad
del pensamiento podemos hacer lo mismo. Si miramos de cerca, hay cosas
que se nos escapan y si miramos de lejos, al estilo de los grandes
filósofos, nos involucramos en una actividad que resulta insuficiente.
La emoción es el momento en que uno está muy cerca: cuando se superponen
la mirada y el tacto. Tomar distancia es importante para ejercer la
crítica pero si uno sólo se aleja, es inevitable que se pierda el
fenómeno.
-¿Esto obliga a revisar cómo registramos el
Holocausto u otras masacres? Lo digo por la polémica que usted sostuvo
con Claude Lanzmann rechazando la supuesta irrepresentabilidad de esos
acontecimientos.
-La paradoja es que cuando uno ve Shoah
de Lanzmann, película admirable, la aproximación es inevitablemente muy
emotiva: en escenas clásicas como la del peluquero uno a la vez
reflexiona y llora. Y está bien que así suceda.
-Usted ha
señalado la falta de representaciones artísticas sobre la Guerra de
Argelia. ¿Eso tiene que ver con la negación, con la culpa o con la
vergüenza francesas?
-El problema fundamental es histórico:
¿dónde vamos a encontrar un archivo sobre esa guerra? En la década de
1980 hubo un genocidio en Camboya, cerca de la frontera tailandesa,
contra los hmong, pueblo que, por haber colaborado con franceses y
americanos, fue considerado traidor. Así, resultaron exterminados
sistemáticamente por los camboyanos. No hay registro de esa matanza.
Sólo años después el fotógrafo australiano Philip Blenkinsop llegó a la
zona para retratar a los sobrevivientes. Es lo único que tenemos. En el
caso nazi, por el contrario, hubo un archivo. Tenemos imágenes. De
Argelia sólo hay algunas muy escasas, tomadas por soldados franceses.
Creo que esa ausencia de imágenes está vinculada a la vergüenza. Pero
para archivar nuestra historia es imprescindible lograr que alguien
decida fijar una memoria.
-El modo en que lo fantasmal de las
imágenes del pasado pervive en el presente -que se deriva de su lectura
de Aby Warburg- lleva a la melancolía
-Los fantasmas no son
sólo melancólicos. También los hay histéricos. La idea warburgiana de
supervivencia explica cómo imágenes y motivos pasados perviven en el
arte, pero eso no implica necesariamente melancolía.
-¿Qué recuperó Donatello del arte clásico, con el que no llegó a tener contacto, para diseñar las imágenes de sus sarcófagos?
-Vio
la representación del amor, del placer, de la alegría. No es una
cuestión de melancolía. Así que la idea de superviviencia no está
necesariamente asociada a ella. En este sentido me gustaría evocar una
frase muy clara de Walter Benjamin: "Hay que organizar el pesimismo ".
De hecho, en la literatura judía escrita, incluso en la era de los
pogromos, el pesimismo es considerado un pecado. La melancolía está allí
pero hay que hacer otra historia con ella.
-Esta objeción al
pesimismo que aparece en su metáfora de las luciérnagas (los
desclasados, los perdedores) que, aun en tiempos de oscuridad, iluminan
como destellos el mundo ¿revive la idea de esperanza de Ernst Bloch?
-Mi
propuesta es muy cercana a su pensamiento. Bloch tiene una descripción
muy hermosa para esto: habla de la "imagen deseo". Y es eso lo que me
interesa. A mí no me preocupan estas cuestiones en términos de la lógica
del inconsciente, de la repetición, etcétera. Me interesan como deseo.
El deseo es una reorganización de la memoria, no es algo que viene del
futuro.
-¿Eso implica impugnar los modos más clásicos de ver la acción transformadora de la política y la historia misma?
-Yo
no soy un pensador político que advierte el papel de la imagen a la
manera de Jacques Rancière. Soy un pensador de la imagen que reflexiona
sobre su dimensión política. Eso habla de lo que él y yo tenemos de
diferente pero a la vez, de lo que nos acerca. Entre otras cosas, poder
pensar la emancipación desde otra perspectiva. Voy a hacer un dibujo
para mostrarle a qué me refiero. Una cosa es el pensamiento tradicional,
donde esta flecha vertical pretende afirmar la existencia de una causa,
y otra muy distinta es una raíz caótica, azarosa, como esta otra
[muestra ambos dibujos]. Recuerdo una planta del Parque Lage de Río de
Janeiro, donde Glauber Rocha filmó Tierra en trance, una planta
que también aparece en su film en el marco de esa extraordinaria
vegetación tropical. La planta tiene esta forma magnífica, radical,
alejada de cualquier pretensión de raíz única, directa. Para Glauber
Rocha (como para mí), la raíz es precisamente la ausencia de una raíz.
Es eso además lo que hacen Aby Warburg, Marc Bloch y todos los grandes
historiadores. En la historia no hay una fuente. No hay relación
causa-consecuencia sino una suerte de río que fluye. El origen no esta
aquí -en la imagen vertical- sino en estos trazos desordenados. Es una
revuelta. Hay dos modelos. El que yo prefiero es el modelo de
superviviencia que tiene una concepción radical de la raíz.
-Ha
señalado que lo informe del arte choca con la belleza como forma
perfecta. ¿Significa que, al modo de Arthur Danto, está dispuesto a
expulsar la idea de belleza como partícipe de la definición de arte?
-Yo
no sé lo que es una definición ni lo que es el arte. Sólo me interesa
lo que efectivamente sucede. La singularidad, el acontecimiento. Ése es,
de hecho, el eje de mi gran polémica con Rosalind Krauss. Ella piensa
el arte en términos de definiciones (responde a esta imagen vertical de
mi dibujo), suprimiendo definitivamente la dialéctica. Y, en general,
los autores americanos piensan así. Yo no estoy en absoluto de acuerdo
con ese planteo. La belleza está acá, en lo anudado de esta sección de
mi dibujo. Una dialéctica donde no existe la forma perfecta.
-¿La idea de belleza es entonces una mera aspiración?
-A
mí me interesa lo que existe, que es abierto, dialéctico, con
conflictos, con soluciones de compromiso. No creo que exista la belleza
como tampoco existe la mujer. Hace tiempo escribí un trabajo sobre un
cuadro muy famoso de Vermeer, La encajera. Es pequeño, magnífico,
perfecto. Me ocupé de señalar que hay un hilo entre sus dedos que es
perfecto, lógico, pero justo al lado hay unos hilos muy distintos,
caóticos, imprevisibles. ¿Sabe cómo hizo Vermeer para pintar esa parte
del cuadro? Lo tomó entre sus manos y chorreó la pintura al estilo de
Pollock. Lo perfecto -o lo que llamamos perfecto- está así al lado de lo
extraordinario. Y lo extraordinario es que esa representación muestre
lo inimaginable. En ese rincón del cuadro hay una explosión.
-Usted
ha cumplido el rol de curador, función que se ha tornado central y que
ha llevado también a cierta rebelión, como en la actual Bienal de San
Pablo, donde se objeta el vedetismo de los curadores. ¿El trabajo de
curaduría constituye otra obra de arte o es sólo una narrativa crítica?
-Creo
que el trabajo curatorial no es una obra de arte. Es una obra en el
sentido de que es un trabajo. Mi trabajo como curador, por ejemplo, en
el Museo Reina Sofía, en el caso de la muestra ATLAS en conjunto
con Manuel Borja-Villel, ha sido muy rico, pero no diría que mi labor
allí haya sido arte. De todos modos me parece importante señalar algo:
para mí Aby Warburg es tan importante para el arte como Le Corbusier,
pero lo que él hace no es una obra de arte. Se trata de aproximarse a la
misma cuestión a través de actividades diferentes. Un investigador como
Warburg, un escritor como Samuel Beckett o un artista como Harum
Farocki tienen en común que todos ellos experimentan sobre la forma para
generar un pensamiento. Todos. En cada uno de estos casos se trata de
cómo nos aproximamos a la obra de arte a través del pensamiento. En mis
conversaciones con Faroki, siempre tuve la impresión de que teníamos la
misma profesión. Hay una diferencia social que hace que un artista pueda
vender muy cara una instalación, por ejemplo, y no sea ése el caso de
un investigador como yo. Hoy hay una valuación monetaria diferente y por
completo artificial. De hecho, el arte es algo extremadamente valorado
al punto que se pretende que sea la solución de todo. Es necesario
criticar ese modo de asignar valor. Un texto de Agamben es tan precioso
como cuadros de valor millonario. En este contexto, si tuviera que
definir lo que hago, retomando la precisa definición que dio Adorno,
diría que soy un ensayista en el sentido de que el producto de mi
reflexión no es ni una obra de arte ni una obra filosófica, sino que
está entre ambas. Yo soy un ensayista.
-Una pregunta casi
inevitable, al ser ésta su primera visita a la Argentina. Usted ha
mostrado un interés especial por el flamenco, como arte que expresa lo
extremo, lo imposible, lo frágil, lo profundo ¿Tiene alguna hipótesis
sobre el tango?
-Lo que me interesa del flamenco es que tiene
una geometría desmesurada. Es esa tensión lo que me interesa. Tiene un
compás desmesurado. Cuando escucho a Osvaldo Pugliese, por ejemplo,
percibo también esa paradoja. El tango es una música más compuesta que
el flamenco, pero ambos comparten esa tensión entre la desmesura y el
cálculo. Por eso, cuando me invitaron a Buenos Aires, una de las
primeras cosas que pedí fue ir a escuchar tango.
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