“Nostalgia del futuro” es una frase cuasi omnipresente cuyos orígenes
son difíciles de detectar. He visto que la atribuían a la leyenda de la
ciencia ficción Isaac Asimov (tomada de su ensayo
El futuro. Una versión del año 2000
desde el siglo XIX –publicado en 1986– acerca de las ilustraciones
realizadas en 1899 por el artista Jean-Marc Coté sobre la vida en el año
2000) y a Jean Baudrillard, cuyo
América alude a un malestar
específicamente europeo de “nostalgia del futuro” a través de una
comparación desfavorable con la confianza norteamericana en que el
presente ya es una utopía plenamente realizada. El filósofo
transhumanista F. M. Esfandiary, a.k.a. FM-2030, decía sentir una
“profunda nostalgia del futuro” en su libro
Optimism One,
publicado en 1970. Pero cabe señalar que Richard J. Daley, un alcalde
conservador de Chicago, también afirmó en cierta oportunidad que la
humanidad “tendría que sentir nostalgia del futuro”.
La frase y el concepto parecen tener una resonancia particularmente
fuerte en el contexto de la música. La primera vez que lo advertí fue en
una reseña de discos del músico y crítico David Toop, en la que
describía la añoranza peculiarmente aguda que caracterizaba la música
electrónica de los años noventa producida por grupos como The Black Dog y
Aphex Twin. Más tarde me topé con una cita anterior de Brian Eno,
colega de Toop en la música ambient, quien en 1989 dijo que las “video
pinturas” (como
Mistaken Memories of Medieval Manhattan
[Memorias equivocadas de Manhattan medieval]) que había hecho a
comienzos de los años ochenta evocaban para él “la sensación de lo que
pudo haber sido […] una nostalgia del futuro”. Pero además estaba la
canción “Nostalgia” (1978) de The Buzzcocks, en la que Pete Shelley
canta: “Sometimes there’s a song in my brain/ and I feel that my heart
knows the refrain/ I guess it’s just the music that brings on nostalgia
for an age yet to come”*. Es posible que Toop, Eno y Shelley hayan
tomado la idea, directa o indirectamente, del crítico y compositor Ned
Rorem. En el texto de un catálogo musical de 1975 Rorem argüía que “la
música, a diferencia de la pintura o las palabras, no se ocupa de hechos
[…] es decir de asociaciones que, por su misma naturaleza, conciernen
al pasado. No obstante, la música es asociativa. ¿Y qué asocia? La
música es el único arte que evoca la nostalgia del futuro”. Como
obsesivo de la música que privilegia esa forma de arte por encima de
todas las otras, me gusta la audacia, el
patriotismo de la
afirmación de Rorem. Pero me pregunto si será verdad. Yendo más al
punto, no estoy demasiado seguro de lo que quiere decir: ¿que la
abstracción de la música expresa todas esas inclasificables y
contradictorias emociones mezcladas que nosotros somos incapaces de
articular? ¿Que los anhelos más sinceros de la música son imposibles de
alcanzar y entrañan una rebelión contra lo Real?
Es perfectamente posible, incluso probable, que Rorem haya acuñado la
frase sin ayuda de nadie. Sin embargo, como suele suceder, alguien ya
había llegado allí antes: el poeta portugués Fernando Pessoa la
garabateó en algún momento, en las primeras décadas del siglo XX, en los
cuadernos de apuntes que finalmente serían publicados en 1982 bajo el
título de
El libro del desasosiego. Una de las mayores
preocupaciones de Pessoa, en tanto escritor, era el tedio. En un pasaje
donde describe el opresivo “ennui” que desciende sobre él cuando cae la
tarde, Pessoa habla de “un sentimiento peor que el tedio, pero para el
cual no existe otro nombre. Es un sentimiento de desolación que soy
incapaz de precisar […] el universo físico es como un cadáver que amé
cuando estaba vivo […] Y no obstante ¡qué nostalgia del futuro si dejo
que mis ojos vulgares reciban el saludo del día que se extingue! […] No
sé qué quiero ni qué no quiero […] No sé quién soy o qué soy. Como
alguien que ha quedado enterrado bajo una pared derrumbada, yazgo debajo
de la vacuidad demolida del universo entero”.
Al igual que en “Nostalgia” de The Buzzcocks –un grupo cuya carrera
comenzó con una canción titulada “Boredom” [Tedio]–, lo que encontramos
es el anhelo de escapar a un más allá absoluto, el no-lugar o utopía de
un deseo imposible de definir porque cualquiera de sus posible
realizaciones no estaría a la altura del ideal. La nostalgia puede
proyectar el ideal ausente sobre el pasado o sobre el futuro, pero
principalmente remite a no sentirse a gusto en el aquí-y-ahora, a una
sensación de alienación.
En las décadas recientes, la nostalgia del futuro fue perdiendo gradualmente su vaguedad hasta quedar vinculada a una
idée fixe específica: una idea arcaica, a veces cómicamente osificada, de cómo será el futuro. Se ha transformado en una emoción
retro-futurista:
la sensación de melancolía mezclada con ironía y asombro es
contrarrestada por la diversión que provocan las viejas películas de
ciencia ficción, los muebles y utensilios de cocina modernistas de
entreguerras, y las imágenes de las Ferias Mundiales de los años
cincuenta y sesenta con sus exposiciones de innovaciones tecnológicas y
adelantos científicos. Mirando todas esas proyecciones pasadas del
futuro –que es en realidad nuestro presente– uno puede experimentar
todavía, lánguidamente, una suerte de post-imagen: el asombro que
provocaban las maravillas tecnológicas y los severos zigurats
modernistas. Pero matizado por el conocimiento a posteriori de que muy
poco de todo aquello logró hacerse realidad.
Es probable que, junto con las Ferias Mundiales, la Tomorrowland
[Tierra del Mañana] de Disney haya sido la fuente que más influyó sobre
el ideario de la cultura popular acerca de cómo sería el futuro. En la
ceremonia de inauguración, en 1955, Walt Disney describió Tomorrowland
como una “oportunidad de participar en aventuras que son la imagen viva
de nuestro futuro” y felicitó a los científicos del momento por “abrir
las puertas de la Era Espacial a logros que beneficiarán a nuestros
hijos y a las generaciones por venir”. Algunos de esos científicos
–entre ellos Wernher von Braun, responsable de los cohetes V2 que
bombardearon Londres durante las etapas finales de la Segunda Guerra
Mundial y luego figura clave de la NASA– trabajaron como consultores
técnicos durante el diseño de Tomorrowland. Además del Cohete a la Luna,
los Astro-jets, la Autopia y un monocarril, Tomorrowland ofrecía
atracciones esponsoreadas por corporaciones como la Calesita del
Progreso de General Electric, el Moonliner de TWA y la Casa del Futuro
de Monsanto. Esta última estaba casi por completo hecha de plástico, el
material del futuro.
Tomorrowland fue relanzada en 1967 como New Tomorrrowland, pero con
el correr de las décadas fue perdiendo importancia y colorido. Debido a
ello, en 1998 fue remodelada como un “clásico medioambiente del futuro”
en palabras del comunicado de prensa de Disney: un
museo de las
ideas del futuro que ahora resultaban entre kitsch y pintorescas. En su
nota sobre el relanzamiento de Tomorrowland para la revista
Time,
Bruce Handy comenzaba diciendo: “El futuro ya no es lo que era antes”.
Las nuevas atracciones incluían el Astro Orbitor, que según bromeara P.
J. O’Rourke había sido “construido en un estilo que bien podría
denominarse ‘Jules Vernacular’”. Sin embargo, curiosamente, esta nueva e
irónica Tomorrowland no atrajo al público, lo cual dejó en claro que la
ironía retro-futurista todavía era una sensibilidad minoritaria que
apelaba a la clase de personas sofisticadas que casi con seguridad no
visitarían jamás Disneylandia.
En cuya categoría probablemente podría contárseme. Pero tengo hijos, y
durante una viaje a Los Ángeles para visitar a mi hermano y su familia
hace unos años, hicimos juntos la peregrinación a Anaheim. Mi único
consuelo para la mala comida y el dolor de abrir la billetera era que
podría ver qué había sido de Tomorrowland después de haber dejado atrás
el futurismo y el retro-futurismo. En ese sentido Tomorrowland no me
decepcionó, puesto que era incluso más decepcionante de lo que había
imaginado. En su mayor parte estaba plagada de atracciones de
franquicias cinematográficas, entre ellas un paseo con Buzz Lightyear y
una sesión de entrenamiento en
La guerra de las galaxias
destinada a que los niños se convirtieran en Caballeros Jedi combatiendo
con sus sables luminosos. En vez de la Casa del Futuro de Monsanto,
ahora teníamos The Innoventions Dream Home [La Casa Soñada de las
Innovenciones], una exhibición mediocre y mal organizada de tecnología
de entretenimiento doméstico que parecía estar adelantada uno o dos
años, como máximo, a los productos mainstream que se consiguen en
RadioShack.
Tras ser recibidos en la entrada por un robot estilo vintage que
parecía salido del set de una película de ciencia ficción de los años
cincuenta como
Planeta prohibido, llegamos al primer stand: un
despliegue de instrumentos musicales presuntamente futuristas fabricados
por Yamaha. Una rubia oxigenada repitió su forzado y animado parloteo
por enésima vez ese mismo día, alentando a los niños a probar una
especie de teclado-guitarra que sonaba como un koto o un dulcémele y a
turnarse para aporrear el kit de percusión, cuyas teclas disparaban
samples de risa humana o rugidos de león. Era muy similar a las cosas
que yo había visto hacer a bandas como Disco Inferno a mediados de los
noventa. La rubia también nos mostró cómo usar un micrófono que
modificaba el registro vocal desde el chillido de ratón hasta el
ultra-barítono ralentado: una vez más, nada que sacudiera los cimientos.
Internándonos aún más en la Dream Home, cuya decoración de paneles de
madera falsa en sucios tonos beige y ocre me recordaba una cadena de
moteles o un centro de convenciones, había una pared de imágenes móviles
enmarcadas como fotos antiguas, una mesa de café con pantalla de video
incorporada donde se podía armar un rompecabezas virtual, y una pantalla
de cine que abarcaba toda una pared y que a decir verdad no era mucho
más grande que la pantalla plana del televisor de nuestro hotel en Los
Ángeles. Todo era desesperantemente desalentador y lúgubre. P. J.
O’Rourke –maravillado fan infantil del Tomorrowland original de la era
Eisenhower– afirmó que esta nueva encarnación no era tanto “culpa de la
‘cultura Disney’ [sino más bien] culpa de
nuestra cultura. Todo
indica que hemos entrado en una era profundamente falta de
imaginación”. El problema no es la incapacidad de innovar; es la
incapacidad de imaginar metas visionarias que valga la pena alcanzar. El
futuro prometido por la Innoventions Dream Home sólo anunciaba ligeros
incrementos de conveniencia e intensidad en nuestras vidas de
consumidores-espectadores.
* “A veces suena una canción en mi cerebro/ y siento que mi corazón
conoce el estribillo/ Supongo que es simplemente la música la que trae
consigo la nostalgia de una era todavía por venir”.
Música para ser escuchada durante la lectura: "Glas" de Kode9, Memories of future, 2006.
Aquí.
Desde
Salón Kritik.