Desde el momento en que la cultura se
convierte sólo en marca y propaganda, el sistema cultural en su conjunto
se encuentra absorbido por una dinámica económica que poco a poco
altera su misión ilustrada y educadora hasta convertirlo, sobre todo, en
máquina de producción.
Acto de aniversario del 15M en el campo de la Cebada (Madrid) / Dani Gago / DISO Press
Más allá del tópico idealista que circunscribe el concepto de cultura
exclusivamente con las clásicas bellas artes, la cultura también es todo
aquello que nos constituye como ciudadanos, la lengua que hablamos, la
manera en la que nos vestimos, cómo establecemos nuestras relaciones de
género, los usos y costumbres ordinarios y extraordinarios de la vida
cotidiana, las celebraciones populares, los mitos, narraciones,
expresiones formas etc.
Parafraseando al director de cine Jean Luc Godard, cuando dice que cada plano es una cuestión ética y, por tanto, implica una responsabilidad política, también lo es qué y de qué manera comemos, cómo y dónde compramos lo que vestimos, las películas y libros que vemos y leemos, a qué dedicamos nuestro tiempo libre. En fin, todo esos gestos “culturales “ forman parte de una cadena de compromisos, o la ausencia de ellos, que afecta a nuestro entorno cercano, pero también al mundo común que habitamos. Por eso prefiero hablar de cultura ecológica, ya que afecta a la sostenibilidad de nuestro hábitat, y de cultura educadora porque tiene que ver con la formación permanente de todas las personas, en cualquier lugar del planeta y a lo largo de toda su vida.
Cuando, preocupada por el efecto del paso del tiempo y la cercanía de la muerte, la escritora Simone de Beauvoir, publicó en 1970 su libro La vejez, ya había cumplido sesenta y dos años –los mismos que tenía Cicerón cuando el año 44 a.d.c escribió De senectute–. Habían pasado 21 desde la aparición de su obra más polémica pero de más éxito, El Segundo Sexo, obra fundamental para comprender la concepción igualitaria de los seres humanos, según la cual la diferencia de sexos no altera su radical paridad.
No hay duda, la cultura también es un campo de batalla, donde se dirimen intereses muy contrapuestos
Para esta luchadora de la igualdad la vejez es un proceso individual que siempre se vive en un contexto y en una sociabilidad determinada y, añadiría, está también determinada por el proceso de modernización compleja capitalista. No es lo mismo ser un hombre anciano que una mujer anciana, no es lo mismo tener recursos económicos o no tenerlos, tener o no tener acceso arte y a la cultura. Este axioma puede también aplicarse a cualquier otra franja de edad. El acceso a los saberes o la implicación social que podamos pedir a los sujetos subalternos y sectores marginalizados de la sociedad está determinada por su condición social –aquello que sin vergüenza se denominaba como “condición de clase”–. Así pues, no es lo mismo para la hija de una emigrante latinoamericana, soltera y con trabajo precario, que para el hijo de un magnate de la banca.
Por tanto, si partimos de ese determinismo social y económico que nos sitúa en el centro de los procesos de acumulación capitalista, en principio, no es posible conformarse con reclamar “una política de la vejez”, “otras políticas culturales o medioambientales” porque todo el sistema es lo que está en juego y la reivindicación no puede sino ser radical: cambiar la vida, por lo tanto también cambiar de vida.
A lo largo de estos siglos, la clásica e idealista concepción ilustrada, que considera que la cultura y arte deben formar parte de los derechos sociales de todas las personas, ha estado seriamente afectada por graves desajustes estructurales de clase, género y raza. Y tras la irrupción violenta del capitalismo financiero postindustrial, el concepto de cultura ha sido atravesado de lleno por la pulsión de consumo o, mejor dicho, el consumismo, exacerbación del consumo consecuente (diferencia expuesta por el antropólogo y sociólogo Néstor García Canclini en su libro Consumidores y ciudadanos). Además, este capitalismo tardío – tal como los primeros teóricos de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno o Marcuse) comenzaron a señalar– organiza el mercado utilizando la colaboración cómplice de los estados como uno más de sus mecanismos de acumulación.
Por tanto, podríamos afirmar que, de aquel idealista paradigma humanista, jamás alcanzado, hemos pasado a otro cuyos dueños y señores son, por un lado, el mercado que ha transformado toda nuestra vida en capital y, por otro, el estado colaborador que además los concibe como una herramienta de gubernamentalización y, en demasiadas ocasiones, también propaganda partidista o instrumento para la exacerbada construcción identitaria.
El ejemplo más revelador de esta confluencia de intereses lo representan las políticas espectaculares de las ciudades-marca. Desde Bilbao, Madrid o Málaga hasta Dubai o Shangai, compiten por atraer masas de turistas y capital financiero, lo que les sitúa en una encarnizada lucha interurbana con estrategias de competición, en lugar de incentivar la lógica contraria de la colaboración. Desde el momento en que la cultura se convierte sólo en marca y propaganda, el sistema cultural en su conjunto se encuentra absorbido por una dinámica económica que poco a poco altera su misión ilustrada y educadora hasta convertirlo, sobre todo, en máquina de producción. Precisamente el gran logro del capitalismo cultural es haber transformado de arriba abajo el paradigma de la inutilidad de la que habla Nuncio Ordine en su último libro La utilidad de lo inútil. Manifiesto. La música, la literatura, el arte, las bibliotecas, los archivos, los museos, la arqueología, etc. son todas cosas que se consideran útiles porque producen beneficio. Se han convertido estrictamente en mercancía y se miden por su valor de cambio.
Es decir, todavía estamos muy lejos de alcanzar el mito humanista de la cultura y la educación como derechos sociales para todos y todas en cualquier lugar del mundo. Por tanto, su consecución sigue formando parte de las luchas que se dirimen en el campo de batalla de las relaciones de poder internacionales. No hay duda, la cultura también es un campo de batalla, donde se dirimen intereses muy contrapuestos.
Por eso, creo que para la nueva política cultural es absolutamente necesario devolver a las instituciones culturales su primigenio sentido comunal y poner en el centro el valor de uso de todos sus recursos públicos. Frente a los procesos de “mercantilización” –la cultura solo como consumo– y la cómplice “gubernamentalización” –la cultura como instrumento partidista de gobierno y aparato identitario– se trataría de abrir cauces a otras políticas que posibilitasen recuperar su sentido social y participativo.
Podemos optar por una cultura de valores sociales, ecológica y vinculada, sobre todo, a su potencia educativa y transformadora; una cultura que nos constituye, por un lado, pero que también nos invita a instituir nuevas formas, expresiones y por tanto transformar el mundo donde vivimos. La poeta y activista, de origen caribeño –nacida en Jamaica y criada en Harlem, Nueva York– June Jordan, fallecida en el año 2002, se preguntaba sobre quién es poeta con estas hermosas palabras:
Escapar de esas dominaciones, Bataille le da el nombre de subversión, en su sentido literal, a saber: una inversión de los valores. Ni patriótica (patria), ni paternalista (padre), ni propietaria (patrón) y que lamentablemente además, en demasiadas ocasiones, se fundamenta en modelos de gestión cultural tutelares, autoritarios y burocráticos; aparatos de poder y “funcionamiento” que impiden la correcta mediación institucional democrática entre los administradores de los recursos públicos y la sociedad civil creativa; incapaces de aplicar de forma radical el principio de subsidareidad que garantice la autonomía de los creadores. No hay nada peor para la libertad y el desarrollo de la creación que el Estado cultural burocratizado, controlador o al servicio de intereses particulares y partidistas o al servicio de los intereses económicos de las grandes industrias.
En ámbitos más cercanos, en nuestro propio contexto, aunque el análisis sobre las políticas culturales que pretendemos esté también atravesado por esas mismas condiciones materiales que determinan su dependencia del capital y de su instrumentalización gubernamental, es evidente que se pueden plantear muchas y variadas estrategias renovadoras. Unas más o menos complacientes con el estado de las cosas y otras más revolucionarias que traten de aplicar cambios desde la raíz. En ese proceso de transformación, la relación de fuerzas políticas, institucionales y sociales determinará los niveles de innovación. Por eso es imprescindible contar con la participación activa de toda la potencia crítica que se ha generado en los tiempos post 15M. Gran parte de los diagnósticos y alguna de las medidas que se pueden aplicar han sido discutidas y propuestas también en los diferentes grupos de trabajo que se han constituido en el último proceso municipalista.
Por tanto, se trataría de activar un nuevo equilibrio económico y social en nuestro ecosistema cultural:
Tendríamos que empezar a pensar el sistema cultural como una posibilidad de desarrollar el bien común: corresponsabilidad de la administración pública entre interés público (mediación profesional, infraestructuras, redistribución de recursos) y capacidad ciudadana para autogestionar, en la medida que sea posible, los medios que son de todos, a partir de movimientos que exijan una mayor participación democrática y no al revés, despolitizando la potencia de la cultura y el arte.
“Cambiar la vida”, ¿es este tal vez el sentido último y definitivo de la obra de Beauvoir? ¿Tal vez sea ese el sentido del feminismo, como vanguardia de la re/evolución social y cultural? Como nos recuerda Silvia Federici, otra imprescindible pensadora radical contemporánea, en su libro Calibán y la Bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, toda transformación de las condiciones de vida supone una sublevación contra la dimensión racista y sexista del disciplinamiento que el capital ha impuesto durante siglos sobre los cuerpos. En definitiva, ese cambio de vida que propugna el feminismo, debiera tener como objetivo conseguir la construcción de formas de reproducción colectivas y una redistribución de la riqueza social a favor del cuidado de todas las personas, incluidas las mayores, discapacitadas y cualquier vida suspendida de la misma humanidad y expulsada de la protección política y de la ley.
Desde Diagonal.
Parafraseando al director de cine Jean Luc Godard, cuando dice que cada plano es una cuestión ética y, por tanto, implica una responsabilidad política, también lo es qué y de qué manera comemos, cómo y dónde compramos lo que vestimos, las películas y libros que vemos y leemos, a qué dedicamos nuestro tiempo libre. En fin, todo esos gestos “culturales “ forman parte de una cadena de compromisos, o la ausencia de ellos, que afecta a nuestro entorno cercano, pero también al mundo común que habitamos. Por eso prefiero hablar de cultura ecológica, ya que afecta a la sostenibilidad de nuestro hábitat, y de cultura educadora porque tiene que ver con la formación permanente de todas las personas, en cualquier lugar del planeta y a lo largo de toda su vida.
Cuando, preocupada por el efecto del paso del tiempo y la cercanía de la muerte, la escritora Simone de Beauvoir, publicó en 1970 su libro La vejez, ya había cumplido sesenta y dos años –los mismos que tenía Cicerón cuando el año 44 a.d.c escribió De senectute–. Habían pasado 21 desde la aparición de su obra más polémica pero de más éxito, El Segundo Sexo, obra fundamental para comprender la concepción igualitaria de los seres humanos, según la cual la diferencia de sexos no altera su radical paridad.
No hay duda, la cultura también es un campo de batalla, donde se dirimen intereses muy contrapuestos
Para esta luchadora de la igualdad la vejez es un proceso individual que siempre se vive en un contexto y en una sociabilidad determinada y, añadiría, está también determinada por el proceso de modernización compleja capitalista. No es lo mismo ser un hombre anciano que una mujer anciana, no es lo mismo tener recursos económicos o no tenerlos, tener o no tener acceso arte y a la cultura. Este axioma puede también aplicarse a cualquier otra franja de edad. El acceso a los saberes o la implicación social que podamos pedir a los sujetos subalternos y sectores marginalizados de la sociedad está determinada por su condición social –aquello que sin vergüenza se denominaba como “condición de clase”–. Así pues, no es lo mismo para la hija de una emigrante latinoamericana, soltera y con trabajo precario, que para el hijo de un magnate de la banca.
Por tanto, si partimos de ese determinismo social y económico que nos sitúa en el centro de los procesos de acumulación capitalista, en principio, no es posible conformarse con reclamar “una política de la vejez”, “otras políticas culturales o medioambientales” porque todo el sistema es lo que está en juego y la reivindicación no puede sino ser radical: cambiar la vida, por lo tanto también cambiar de vida.
A lo largo de estos siglos, la clásica e idealista concepción ilustrada, que considera que la cultura y arte deben formar parte de los derechos sociales de todas las personas, ha estado seriamente afectada por graves desajustes estructurales de clase, género y raza. Y tras la irrupción violenta del capitalismo financiero postindustrial, el concepto de cultura ha sido atravesado de lleno por la pulsión de consumo o, mejor dicho, el consumismo, exacerbación del consumo consecuente (diferencia expuesta por el antropólogo y sociólogo Néstor García Canclini en su libro Consumidores y ciudadanos). Además, este capitalismo tardío – tal como los primeros teóricos de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno o Marcuse) comenzaron a señalar– organiza el mercado utilizando la colaboración cómplice de los estados como uno más de sus mecanismos de acumulación.
Por tanto, podríamos afirmar que, de aquel idealista paradigma humanista, jamás alcanzado, hemos pasado a otro cuyos dueños y señores son, por un lado, el mercado que ha transformado toda nuestra vida en capital y, por otro, el estado colaborador que además los concibe como una herramienta de gubernamentalización y, en demasiadas ocasiones, también propaganda partidista o instrumento para la exacerbada construcción identitaria.
El ejemplo más revelador de esta confluencia de intereses lo representan las políticas espectaculares de las ciudades-marca. Desde Bilbao, Madrid o Málaga hasta Dubai o Shangai, compiten por atraer masas de turistas y capital financiero, lo que les sitúa en una encarnizada lucha interurbana con estrategias de competición, en lugar de incentivar la lógica contraria de la colaboración. Desde el momento en que la cultura se convierte sólo en marca y propaganda, el sistema cultural en su conjunto se encuentra absorbido por una dinámica económica que poco a poco altera su misión ilustrada y educadora hasta convertirlo, sobre todo, en máquina de producción. Precisamente el gran logro del capitalismo cultural es haber transformado de arriba abajo el paradigma de la inutilidad de la que habla Nuncio Ordine en su último libro La utilidad de lo inútil. Manifiesto. La música, la literatura, el arte, las bibliotecas, los archivos, los museos, la arqueología, etc. son todas cosas que se consideran útiles porque producen beneficio. Se han convertido estrictamente en mercancía y se miden por su valor de cambio.
Es decir, todavía estamos muy lejos de alcanzar el mito humanista de la cultura y la educación como derechos sociales para todos y todas en cualquier lugar del mundo. Por tanto, su consecución sigue formando parte de las luchas que se dirimen en el campo de batalla de las relaciones de poder internacionales. No hay duda, la cultura también es un campo de batalla, donde se dirimen intereses muy contrapuestos.
Por eso, creo que para la nueva política cultural es absolutamente necesario devolver a las instituciones culturales su primigenio sentido comunal y poner en el centro el valor de uso de todos sus recursos públicos. Frente a los procesos de “mercantilización” –la cultura solo como consumo– y la cómplice “gubernamentalización” –la cultura como instrumento partidista de gobierno y aparato identitario– se trataría de abrir cauces a otras políticas que posibilitasen recuperar su sentido social y participativo.
Podemos optar por una cultura de valores sociales, ecológica y vinculada, sobre todo, a su potencia educativa y transformadora; una cultura que nos constituye, por un lado, pero que también nos invita a instituir nuevas formas, expresiones y por tanto transformar el mundo donde vivimos. La poeta y activista, de origen caribeño –nacida en Jamaica y criada en Harlem, Nueva York– June Jordan, fallecida en el año 2002, se preguntaba sobre quién es poeta con estas hermosas palabras:
“porque quién es poeta sino aquel que se empeña en rechazar la propaganda que adoctrina acerca de lo bello y verdaderamente raro, para conocer sin mediación qué es lo bello y lo raro: quién sino aquel que atiende con todos los sentidos, especialmente el de la escucha, rigurosamente orientados a detectar la falsedad e insuficiencia de las frases hechas donde se acomodan las ideas preconcebidas con que construimos el mundo; quién sino aquel que ha aprendido a amar inmerso en la violencia y aún así es capaz de decir su amor; quién, si no, puede ser llamado poeta”.También, años antes, George Bataille, para esa “fabricación” de los valores colectivos, que denominamos, de forma genérica, justamente “cultura”, propuso la aplicación concreta de una “política cultural” que sólo puede llevarse a cabo si se “denuncia”, dice, el mismo equívoco de la cultura como una unidad abstracta e idealista. La cultura, dijo, debe ser inapropiable en cuanto no puede ser, en realidad, objeto de ninguna usurpación e instrumentalización particular, bien sea del Estado paternalista, de la industria y el mercado o de la identidad patrimonial.
Escapar de esas dominaciones, Bataille le da el nombre de subversión, en su sentido literal, a saber: una inversión de los valores. Ni patriótica (patria), ni paternalista (padre), ni propietaria (patrón) y que lamentablemente además, en demasiadas ocasiones, se fundamenta en modelos de gestión cultural tutelares, autoritarios y burocráticos; aparatos de poder y “funcionamiento” que impiden la correcta mediación institucional democrática entre los administradores de los recursos públicos y la sociedad civil creativa; incapaces de aplicar de forma radical el principio de subsidareidad que garantice la autonomía de los creadores. No hay nada peor para la libertad y el desarrollo de la creación que el Estado cultural burocratizado, controlador o al servicio de intereses particulares y partidistas o al servicio de los intereses económicos de las grandes industrias.
En ámbitos más cercanos, en nuestro propio contexto, aunque el análisis sobre las políticas culturales que pretendemos esté también atravesado por esas mismas condiciones materiales que determinan su dependencia del capital y de su instrumentalización gubernamental, es evidente que se pueden plantear muchas y variadas estrategias renovadoras. Unas más o menos complacientes con el estado de las cosas y otras más revolucionarias que traten de aplicar cambios desde la raíz. En ese proceso de transformación, la relación de fuerzas políticas, institucionales y sociales determinará los niveles de innovación. Por eso es imprescindible contar con la participación activa de toda la potencia crítica que se ha generado en los tiempos post 15M. Gran parte de los diagnósticos y alguna de las medidas que se pueden aplicar han sido discutidas y propuestas también en los diferentes grupos de trabajo que se han constituido en el último proceso municipalista.
Por tanto, se trataría de activar un nuevo equilibrio económico y social en nuestro ecosistema cultural:
- Entre un modelo gubernamentalista, basado en el autoritarismo tecnoburocrático y el fomento de la interacción autónoma de los agentes con una administración pública capaz de ponerse al servicio y en beneficio de los agentes creadores, mediaciones sociales, cooperativas de trabajo, redes de producción independiente. La administración podría ceder el uso de espacios de titularidad pública para la creación de centros socio-culturales autogestionados. Un sistema cultural que afecte mucho más a los ecosistemas y redes micro, más desde y para las redes ciudadanas, creadores, agentes y pequeñas y medianas empresas intermediarias y menos desde la maquinara funcionarial del Estado o los lobbies de la gran industria del ocio y el entretenimiento.
- Entre centro y periferia, mucha menos centralización y más localización. Se trata de trabajar mucho mejor en centros de proximidad para que, por ejemplo, la excelencia generada en los equipamientos emblemáticos de las ciudades, no sea exclusivo y se desplaza también a los centros culturales de los barrios. Por tanto, una cultura que impulse el desarrollo de proyectos de participación comunitaria y vecinal, dirigida a la creación de una ‘cultura de la participación’ arraigada en lo local, desde el empoderamiento social del tejido comunitario y sectores sociales excluidos.
- Entre los grandes y pequeños equipamientos pensemos mucho más –en sostener y fomentar las redes, proyectos, espacios donde primen la cooperación, el bien común y el interés general, sin menoscabo del adecuado mantenimiento del conjunto del patrimonio.
- Entre una cultura para las “grandes estrellas” de la industria con altos cachés y la inmensa mayoría de trabajadores del arte y la cultura que han visto precarizada su vida profesional hasta extremos, muchas veces, insospechados. Es decir, repensar la cadena de valor de los bienes culturales para priorizar los derechos laborales ordinarios de los trabajadores culturales. No es posible que el sistema cultural público mantenga su estructura económica, como si los últimos diez años no hubiera pasado nada, a la vez que reduce a niveles nunca vistos el trabajo de los creadores y sus mediaciones
- Entre la cultura entendida como un privilegio para determinadas élites y otra que pueda estar también al alcance de las personas menos favorecidas. Una cultura que contribuya, por tanto, a ampliar los derechos sociales de la mayoría social y no el capricho y el lujo de las clases privilegiadas.
- Entre las clásicas políticas para las bellas artes y otras más transversales que superen el sectarismo y que se inserta en la construcción de lo social, es decir, pensada desde la complementariedad y la cooperación interdisciplinar, desde la convergencia entre arte, cultura, educación, urbanismo, bienestar social, lucha por la igualdad y el medio ambiente etc.
- Entre la cultura espectacular y monumental, y aquellas prácticas donde la gente es mucho más actor de sus propias experiencias (actor no solo voyeur), un modelo cultural ecopolítico, comprometido con las futuras generaciones, con menos consumo y más implicación ciudadana (mejor agente productor activo que mero consumidor pasivo). Menos eventos grandilocuentes y más inversión en proyectos que trabajan a medio y largo plazo. Mejor cien conciertos para cien, quinientas o mil personas en barrios, que diez para diez mil en grandes estadios o descampados periféricos.
- Entre una política cultural que invierta mucho menos en nuevas infraestructuras monumentales y más en pequeños y medianos equipamientos y que tenga en cuenta los nuevos espacios relacionales generados en el marco del avance de las últimas tecnologías de la comunicación (Internet, medios telemáticos de comunicación, etc.), favoreciendo la implicación activa y comprometida de la ciudadanía.
En definitiva, frente a la política que apuesta por una cultura controlada por los aparatos del Estado, pero demasiadas veces al servicio de intereses particulares y partidistas, o por las ciudades marca al servicio exclusivo del consumo, el derecho a la ciudad, que de forma acertada definió Henri Lefebvre, implica una concepción mucho más democrática de la cultura en el marco de una economía social que permita la participación e implicación ciudadana en su gestión y que ponga el bien común en el centro de sus objetivos.
- Entre una política cultural que ceda el protagonismo al mercado y al consumo y otra que incentiva mucho más procesos educativos vinculados al conocimiento, la formación continua y la experiencia a lo largo de toda la vida; que acentúe, sobre todo, la participación de las generaciones venideras como clase emergente, infancia y juventud, sujetos activos y responsables de un futuro por venir y que integre la creciente diversidad ciudadana, cultural, religiosa, de género, lingüística, entendiéndola como una oportunidad y no como una amenaza. Es decir, mucho más a favor de prácticas educadoras antipatriarcales, antirracistas y anticlasistas.
Tendríamos que empezar a pensar el sistema cultural como una posibilidad de desarrollar el bien común: corresponsabilidad de la administración pública entre interés público (mediación profesional, infraestructuras, redistribución de recursos) y capacidad ciudadana para autogestionar, en la medida que sea posible, los medios que son de todos, a partir de movimientos que exijan una mayor participación democrática y no al revés, despolitizando la potencia de la cultura y el arte.
“Cambiar la vida”, ¿es este tal vez el sentido último y definitivo de la obra de Beauvoir? ¿Tal vez sea ese el sentido del feminismo, como vanguardia de la re/evolución social y cultural? Como nos recuerda Silvia Federici, otra imprescindible pensadora radical contemporánea, en su libro Calibán y la Bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, toda transformación de las condiciones de vida supone una sublevación contra la dimensión racista y sexista del disciplinamiento que el capital ha impuesto durante siglos sobre los cuerpos. En definitiva, ese cambio de vida que propugna el feminismo, debiera tener como objetivo conseguir la construcción de formas de reproducción colectivas y una redistribución de la riqueza social a favor del cuidado de todas las personas, incluidas las mayores, discapacitadas y cualquier vida suspendida de la misma humanidad y expulsada de la protección política y de la ley.
Desde Diagonal.