Hay una sensación que nos anticipa un acontecimiento excepcional. La
impresión de que algo está a punto de suceder. Puede que sea algo
pequeño, un chispazo. O algo de proporciones estratosféricas. La
inminencia se ha colado en el discurso del arte contemporáneo como
palabra clave para acercarse a lo que identifica su cualidad
diferenciadora. Sin ir más lejos, La inminencia de las poéticas fue el título elegido por el comisario de la actual 30ª Bienal de São Paulo. En su nuevo ensayo, La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia,
el filósofo y sociólogo del arte Néstor García Canclini (La Plata,
Argentina, 1939) se acerca a una serie de artistas latinoamericanos e
indaga a través de sus obras la forma en la que el arte contemporáneo da
respuestas a algunas de las grandes preguntas que las ciencias sociales
no consiguen ya responder.
Pregunta. En su ensayo introduce ideas como la de la
“inminencia”. ¿El sentido que le da en el contexto del arte
contemporáneo está relacionado con ese descubrimiento personal e íntimo
que tenemos, por ejemplo, ante una metáfora que nos abre a la percepción
o comprensión de algo? ¿Con cierto sentido de lo que llamamos
“poético”?
Respuesta. Tomé la noción de inminencia de Borges,
en ese texto donde habla del hecho estético como la inminencia de una
revelación. Y me puse a explorar antecedentes, yo había hecho mi tesis
sobre Merleau-Ponty, y me acuerdo de algunas nociones próximas y de la
misma noción de inminencia del mundo, de la que habla Merleau al
analizar el arte de su época. También revisé la noción de aura de Walter
Benjamin y encontré muchos artistas y críticos contemporáneos que
usaban ese término. Me pareció que había un linaje que estaba diciendo
algo sobre el arte como modo de pensar las imágenes, pero las imágenes
que no son definitivas. Hablan de lo no resuelto, del conflicto abierto,
que quizá sea una de las pocas diferencias que le queda al arte en
relación con los medios masivos, con otro tipo de imágenes publicitarias
o que están sometidas a una legalidad y obsolescencia del mercado.
P. ¿Sigue teniendo el artista el papel de
propiciador de esta “inminencia de una revelación”, de mensajero, del
genio concebido en el romanticismo?
R. No faltan artistas que lo interpretan en esa
dirección y les encanta tener ese papel de anticipadores. En rigor, no
es así. Me parece que lo que uno observa en el arte contemporáneo son
capacidades peculiares en los que se llaman artistas para actuar en
intersecciones donde las imágenes cruzan sus sentidos de muchas maneras.
Me parece que la idea de genio ya no se la cree casi nadie. Pero lo que
sí permanece de la modernidad es el énfasis en la originalidad. No hay
nada peor que le puedas decir a un artista que el que eso ya lo has
visto antes. Y, en rigor, todos saben que actúan en un mundo de imágenes
muy interconectadas, más aún desde Internet. Y que es difícil inaugurar
algo enteramente. Actuamos en el cruce y buscando generar una
intersección sorprendente, el asombro lo buscamos no en la originalidad
de los objetos o en el trazado de una imagen sino en la composición de
elementos o en la desposesión, al aislar un elemento que antes estaba en
otro contexto.
P. Después del posmodernismo, ¿hay una nueva
revisión del modernismo? Me refiero a las ideas de Andreas Huyssen de
volver un paso más atrás para comprender lo que nos dejamos en el camino
sin conocerlo a fondo. En su libro, usted dice: ni posmoderno, ni
pospolítico, ni posautónomo.
R. En realidad eso lo trabajé más en otro libro, que
es Culturas híbridas, en el momento caliente de la relación
modernidad-posmodernidad. Quería oponerme al carácter disyuntivo que
hacía del posmodernismo, de hecho, una nueva vanguardia a pesar de que
criticaba la noción de vanguardia. Hoy estamos viviendo una crisis de la
modernidad. En Europa, en América Latina, en Estados Unidos y en los
países protagonistas de la modernidad. Una crisis de la modernidad
económica, al subordinarse lo social a lo económico y lo económico a lo
financiero, y redefinir lo que se entendía por lucro, por intercambio,
por acumulación, así como el sentido social de las prácticas. Me parece
que es necesario recuperar esa amplitud de las cuestiones para no caer
en la ingenuidad de que todo se trata de equilibrios financieros. Y en
lo cultural también, se agotó claramente el proyecto más naif de la
modernidad, que era un proyecto teleológico que creía ir a una
culminación de todas las culturas en una sola historia, que se iba a
parecer obviamente a la occidental. Hoy es demasiado evidente que hay
una pluralidad de historias que no se pueden subsumir una en otra, pero
se ha acrecentado la necesidad de ver cómo conviven las culturas en una
interdependencia global tan acentuada. Y lo que sucede en The Factory,
en Beijing, tiene una resonancia en lo que sucede en el SoHo de Nueva
York y a su vez en la escena artística de São Paulo. Me parece que el
arte es un lugar bueno para pensar, que estimula a reconsiderar
justamente los lugares comunes porque su intento insistente es salirse
de esos lugares. Todo se hace dentro de un encuadre que yo sigo viendo
básicamente moderno. Diría más, así como pasamos hace unos años de la
hegemonía del posmodernismo a la hegemonía del pensamiento sobre la
globalización, todo eso que ha sedimentado nos lleva hoy a una discusión
sobre la crisis del capitalismo y las relaciones entre capitalismo y
cultura.
P. En el campo cultural y específicamente en el del
arte contemporáneo es evidente esa descentralización, esa
deslocalización y, algo que se dice también en el libro, es que ningún
artista se siente solo de su país de origen. El encuadre dentro de
cierto nacionalismo es algo ajeno a la actitud del artista de hoy.
R. Hace tiempo que terminó la época de los
pasaportes artísticos, aunque todavía a veces a los artistas
latinoamericanos se les pide que representen su supuesta identidad. Pero
los artistas más destacados de Latinoamérica, Gabriel Orozco o Guillermo Kuitca,
podrían estar haciendo su obra en otros países. De hecho, Orozco tiene
estudio en Nueva York, en París y en México, y sobre todo en los últimos
años el pensamiento japonés está más vivo en su visualidad que el
occidental. Es un ir y venir entre culturas tomadas muy libremente, pero
no solo porque los artistas viajan mucho más y los comisarios también,
sino porque los recibimos en nuestra casa en nuestro ordenador.
P. Quizá lo más importante de este libro es el papel
que le da a los propios artistas, por encima de teorías demasiado
complejas. El interés de ver con mayor atención las obras. El artista,
que es a veces el más olvidado al hablar de todo el eje y el sistema del
arte.
R. Para mí esto fue una novedad en este libro porque
hasta ahora había trabajado mucho en sociología del arte, haciendo
estudios de públicos, de mediadores, de la crítica, y me di cuenta de
que —de acuerdo con mi vocación antropológica— tenía que escuchar a los
artistas. Ir a sus talleres, a sus lugares de exposición —de las
galerías a las bienales— y ver qué sucedía en cada lugar. Escuchar al
artista en distintas situaciones porque actúan de maneras diferentes, y
lo que el artista dice, básicamente lo dice a través de la obra. Lo
demás puede modificar el sentido de la obra o influir en las maneras de
su recepción, pero las obras, aunque sean efímeras como una performance,
son documentos culturales que deben ser tomados en cuenta a partir de
la enunciación. No hay conceptualización de ningún curador que pueda
anular la elocuencia enunciadora de una pintura o de una instalación o
una performance. Entonces la primera actividad necesaria, y no solo para
el antropólogo, es escuchar al artista y permitir que su obra, más que
él mismo, diga lo que pretende enunciar.
P. Todos los artistas que ha elegido para este libro
trabajan dentro de lo que se considera arte conceptual. ¿Considera que
la obra sin el desarrollo privilegiado de un concepto que la sostenga es
menos interesante?
R. Me cuesta pensar en obras que no tengan un
concepto detrás. Pueden ser conceptos no explícitos, que no traten de
imponerse a las imágenes, en el sentido en que Lévi-Strauss decía que la
ciencia no es tan distinta de la magia, lo que pasa es que la magia
tiene un conocimiento sumergido en imágenes. Todo arte ha sido
conceptual, lo que ha ocurrido a mediados del siglo XX es que hay un
predominio de la elocución semiótica sobre la exhibición y el juego con
la imagen. No en todos, y además los artistas que elegí recogen esa
tradición conceptualizante de maneras diferentes, mucho más poética en Carlos Amorales o en Gabriel Orozco, más conceptual en Antoni Muntadas y Santiago Sierra.
Más individual en artistas como Orozco y Amorales, más colectiva como
reconocimiento de la fuente creativa, a veces como trabajo efectivo en
grupo, en el caso de León Ferrari y de Teresa Margolles,
o el propio Muntadas. Son modos distintos de inserción social y de
reconocimiento del grado en el que la articulación de concepto e imagen
en la obra procede de un cierto contexto.
P. ¿La crítica de arte tiene un papel distinto ahora con respecto a esa necesidad de ordenación, de clasificación, categorización?
R. Aunque sigue existiendo la crítica como glosa
literaria de lo que la obra estaría diciendo, cada vez más los críticos
se forman en varias profesiones a la vez. Saben de museografía, de
filosofía, de antropología, pueden ser curadores porque entienden mucho
más que la obra aislada. Ser crítico hoy es estar en la intersección de
varias disciplinas. Como, en realidad, se tiene que ser en cualquier
otra disciplina. No se puede ser antropólogo solo en la forma en que
clásicamente lo dijeron Boas o Lévi-Strauss.